Mirard
21/12/2018, 12:25
Hay dos momentos que marcaron a los que éramos niños a principios de los ochenta. Uno fue la muerte de Chanquete, y el otro, el España-Malta.
Fue como un cuento de Navidad. Una noche de diciembre, justo en la víspera del sorteo de Navidad, un grupo de jugadores regaló un saco de goles e ilusión a una afición desencantada tras el trauma que supuso el Mundial del Naranjito. Fue un partido que empezó viendo muy poca gente pero acabó siguiendo todo el mundo, y cuyo famoso “¡Gol de Señor!” gritaron de júbilo niños, madres y hasta abuelas, en una época en la que el fútbol no gozaba del tirón entre el público femenino del que disfruta hoy en día. Era un tiempo en que los triunfos ni siquiera se celebraban aun en Cibeles, de manera que resultaba tan emocionante (y recordarlo hoy en día hasta entrañable) llegar al colegio a la mañana siguiente del partido y encontrarte a todos tus compañeros, formados en rigurosas filas, al grito de “¡Sí, sí,sí, nos vamos a París!” (cántico recurrente hoy en día cada vez que un club español se clasifica para una final de Champions a disputar en la capital francesa, y que tuvo su origen en aquella fría y lejana noche sevillana), una euforia añadida a la lógica alegría del último día de clase previo al descanso vacacional. Tal fue el impacto y repercusión que aquella proeza tuvo en la sociedad española que tres días después, el sábado por la mañana, justo en la mañana de Nochebuena, TVE decidió retransmitir nuevamente el partido en diferido para que todos aquellos afortunados que poseyeran un video (todavía escasos en los hogares españoles) lo grabaran para la posteridad. Aquel segundo visionado venía acompañado por los comentarios de una serie de expertos desde un plató, pero fue tal el aluvión de quejas que la cadena estatal recibió por parte de lo espectadores, quienes querían ver y grabar el partido con sus voces “originales”, que estos señores hubieron de mantener la boca cerrada durante toda la segunda parte.
En ocasiones se ha comentado que aquel fue el germen de los éxitos que la selección ha cosechado hace poco. No seré yo quien lo corrobore, pero sí es cierto que la fe de aquel equipo, apañadito para jugar a la contra y con Arconada como héroe hasta la fatídica final de París, demostró en una época de contadísimos éxitos deportivos que aquí también podíamos y sabíamos hacer gestas.
Fue el primer acto de un período mágico, el que la selección española vivió entre 1983 y 1986, y que en retrospectiva, y hasta la llegada de la generación de Suráfrica, no fue sino un oasis en un desierto de sinsabores y desencantos.
Pasarán los goles de Torres, Puyol o Iniesta, pero hay ahí toda una generación que recordaremos, por encima de éstos, el 12-1 a Malta. Así es el fútbol.
Para el recuerdo, el gallo de José Ángel de la Casa al completar la docena.
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Fue como un cuento de Navidad. Una noche de diciembre, justo en la víspera del sorteo de Navidad, un grupo de jugadores regaló un saco de goles e ilusión a una afición desencantada tras el trauma que supuso el Mundial del Naranjito. Fue un partido que empezó viendo muy poca gente pero acabó siguiendo todo el mundo, y cuyo famoso “¡Gol de Señor!” gritaron de júbilo niños, madres y hasta abuelas, en una época en la que el fútbol no gozaba del tirón entre el público femenino del que disfruta hoy en día. Era un tiempo en que los triunfos ni siquiera se celebraban aun en Cibeles, de manera que resultaba tan emocionante (y recordarlo hoy en día hasta entrañable) llegar al colegio a la mañana siguiente del partido y encontrarte a todos tus compañeros, formados en rigurosas filas, al grito de “¡Sí, sí,sí, nos vamos a París!” (cántico recurrente hoy en día cada vez que un club español se clasifica para una final de Champions a disputar en la capital francesa, y que tuvo su origen en aquella fría y lejana noche sevillana), una euforia añadida a la lógica alegría del último día de clase previo al descanso vacacional. Tal fue el impacto y repercusión que aquella proeza tuvo en la sociedad española que tres días después, el sábado por la mañana, justo en la mañana de Nochebuena, TVE decidió retransmitir nuevamente el partido en diferido para que todos aquellos afortunados que poseyeran un video (todavía escasos en los hogares españoles) lo grabaran para la posteridad. Aquel segundo visionado venía acompañado por los comentarios de una serie de expertos desde un plató, pero fue tal el aluvión de quejas que la cadena estatal recibió por parte de lo espectadores, quienes querían ver y grabar el partido con sus voces “originales”, que estos señores hubieron de mantener la boca cerrada durante toda la segunda parte.
En ocasiones se ha comentado que aquel fue el germen de los éxitos que la selección ha cosechado hace poco. No seré yo quien lo corrobore, pero sí es cierto que la fe de aquel equipo, apañadito para jugar a la contra y con Arconada como héroe hasta la fatídica final de París, demostró en una época de contadísimos éxitos deportivos que aquí también podíamos y sabíamos hacer gestas.
Fue el primer acto de un período mágico, el que la selección española vivió entre 1983 y 1986, y que en retrospectiva, y hasta la llegada de la generación de Suráfrica, no fue sino un oasis en un desierto de sinsabores y desencantos.
Pasarán los goles de Torres, Puyol o Iniesta, pero hay ahí toda una generación que recordaremos, por encima de éstos, el 12-1 a Malta. Así es el fútbol.
Para el recuerdo, el gallo de José Ángel de la Casa al completar la docena.
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